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¿Dónde nace la Amistad?

La amistad nace de la equivalencia, encontramos semejanzas en el otro con las que identificarnos y una complicidad en la mirada y en los gestos que nos conectan afectivamente.

Desde la más tierna infancia, cuando podemos ver más allá de nosotros mismos y nuestros cuidadores, cuando logramos mirar a los iguales como personas con las que desarrollarnos, empezamos a hilar los primeros brotes de amistad, relaciones basadas en el juego y la lealtad. Los primeros secretos compartidos con ese amigo especial de la primaria dan paso al descubrimiento de un vínculo profundo y diferente que tiene sus propias normas, la fidelidad, la alianza y la incondicionalidad. A lo largo de la infancia todo va bien cuando uno puede hacer amigos, dando paso a una expansión de la socialización necesaria para crecer sano y capaz. Los amigos de la infancia, con un poco de suerte y de muchos cuidados, podrán quizá mantenerse a lo largo de toda una vida, aunque la distancia azote, los caminos cambien y dejemos de parecernos tanto, quedará siempre una huella imborrable que le dará sentido a quienes fuimos y a quienes somos.

El valor de la amistad en la infancia es incalculable, no sólo se convierte en un lugar de encuentro donde aprender de la mano de un igual, sino el sitio donde depositar intereses, ansiedades, dudas, miedos, compartir eso que sentimos en el mismo momento y de la misma manera, encontrando a alguien con quien poder regularnos emocionalmente. Aquello que no puede compartirse con los cuidadores, aquello para lo que no se encuentra sintonía afectiva en el marco familiar, se halla en los amigos. Son por tanto una llave para nuestro desarrollo emocional y un ensayo general para las futuras relaciones sociales que mantengamos ya como adultos.

La adolescencia y la amistad

El valor de la amistad aumenta en la adolescencia, donde nos alejamos de los vínculos familiares para reunirnos con los iguales y encontrar consuelo sobre el sentimiento compartido de que el mundo confabula contra nosotros; en la adolescencia se siente, se cree y se afirma que el mundo no nos comprende en absoluto y que trata de dañarnos, y esa visión persecutoria de todos contra todos se encuentra como si de un espejo se tratase en el igual, estamos solos, incomprendidos y enfadados, todo es un asco pero nos tenemos los unos a los otros. Pasamos horas y horas al teléfono, a las redes sociales, lo anterior ha dejado de ser importante y los asuntos familiares son una carga, ahora la amistad está por encima de todo lo demás. Con los amigos prometemos amor eterno, lealtad y presencia plena, nada de lo que me pase a mí te lo vas a perder, todo lo que te pase a ti, aunque sea por la cabeza, lo compartirás conmigo, somos lo mismo, estamos igual, yo me hago cargo de ti y tú de mí. La amistad aquí se vuelve adictiva pero también comienzan las primeras decepciones que resultan dramáticas, todo pasa por un altavoz que engrandece la vivencia emocional, el exceso de emociones contamina las relaciones hasta, o bien fusionarse o bien desgastarse. Solo unos pocos permanecerán después de este trance vital y los que queden, lo harán, posiblemente, para el resto del camino. La amistad de necesita para sentirse adaptado, normal y que se forma parte de un vínculo relacional, de manera que la exclusión social en este momento vital puede, literalmente, destruir al que lo sufre. La amistad es el mayor de los valores en la adolescencia, sin sus gracias y sus dones el paso a la juventud es agrio y tremendamente confuso.

Las amistades de jovenes

En la juventud la amistad parte básicamente del descubrimiento de la libertad de ser casi adultos, las nuevas experiencias y las aventuras vitales se recorren a lo largo de la juventud, no tanto desde la fusión de la etapa anterior, sino de forma mucho más expansiva, cuantos más amigos se hagan, mejor. El número de amigos aumenta y casi cualquier relación es sensible de convertirse en amistad con solo algunos gestos de complicidad e implicación. En la juventud se está abierto a experimentar, a comerse el mundo, a recorrerlo de arriba abajo y, para ello, los amigos de aquí y de allá nos nutren de posibilidades. No es tan importante la confidencialidad y la intimidad como la expansividad y el grupo. A lo largo de la juventud se establecen también relaciones de amistad firmes y duraderas, más adultas y comprometidas, reconocidas como amigos de los de verdad, de los buenos, de los que siempre se quedan. En esta etapa de la vida se comparte con los amigos la complejidad que supone abrirse a una vida adulta, tener buenos amigos en estos momentos es una bendición para cualquiera, serán una guía, un apoyo, un recurso y un fiel compañero.

La amistad de adulto

Los adultos básicamente no pierden el tiempo, no se distraen con quienes pudiesen llegar a ser buenos amigos, o se está presente o no se está. Ya no se tiene tanta necesidad de socializar con personas nuevas y se dispone de menos tiempo y de menos libertad para dedicarle horas y más horas muertas a los amigos. La amistad cambia y en los mejores casos se transforma en algo que traspasa lo anterior para convertirse casi en familia. En la vida adulta se cuida a los amigos que se mantienen como si fuesen uno más del hogar de uno mismo. Se comparten las alegrías y las penas, los éxitos y los fracasos, se aceptan los defectos y se valoran las virtudes, la confianza y el amor compartido es la clave en una época de la vida donde se necesita más intimidad que nunca. La vida se ha complicado y los amigos pueden llegar a convertirse en las cuerdas a las que agarrarse cuando el puente parece romperse a cada paso.

La amistad sólo tiene valor cuando ese valor se lo otorgan los que la disfrutan. La amistad tendrá el valor que te comprometas a darle en cada etapa de tu vida de forma sincera y coherente, reconociendo cuando comienza, cuando termina y cuando cuidarla.

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